Fuimos a ver la exposición de Juan Genovés que hay ahora en Valencia. “Una pintura de gente pequeña”, según la imagen incierta que tiempo atrás me había hecho de su obra. A medida que avanzamos por las salas se van configurando tres momentos: el primero corresponde a los años sesenta. Los personajes son diminutos y sus cuerpos aparecen angustiados, desesperados, en una atmósfera grisácea y como de barrido cinematográfico. Envueltos en esa sensación de desarraigo que tienen siempre las pesadillas más inquietantes.
En el segundo, el de los setenta, las figuritas aumentan su tamaño, pasan de ser individuos y se vuelven “personas”. Las puedo identificar aunque no sé quienes son, y en todo caso eso no es tan importante. Aquí los personajes se tocan, se abrazan; hay una mujer que incluso alarga sus brazos al vacío, hacia otro lugar o una memoria. El trasfondo grisáceo y borroso de la etapa anterior se convierte ahora en una superficie blanca, expectante como las hojas de un cuaderno sin usar. A veces ese blanco se alterna con el fondo crudo de la propia tela: son vacíos elocuentes, no como la ausencia sino como una posibilidad. El albo trasfondo, sumado a estas figuras que se contorsionan en un dinamismo dramático, se refieren a la transición entre la dictadura y la democracia en España.
La tercera etapa es la más reciente. Hay pintores que se confortan en la reiteración de una idea, de una fórmula. Genovés, sí, vuelve a las figuras mínimas, a la unidad del hombre-masa. Pero este ya no aparece subyugado por el peso de una presencia autoritaria. Ahora el individuo no es plano, sino que se reviste de la corporeidad del pigmento, del objeto encontrado, incluso del rostro del artista. Ahora quien “domina”, como atracción y repulsa, como deseo o anhelo, es otro vacío. Un vacío que se nos muestra geométrico, organizado, urbanizado tal vez. Lo que quiere decir que hay alguien subyacente que lo organiza y lo urbaniza, que nos convoca y nos ordena alrededor de algo que no vemos, tal vez porque ya no exista.

Por la tarde reviso el periódico y encuentro una foto que ilustra un artículo sobre el bullying en las clases de educación física. La foto es una imagen cenital de un patio de colegio donde unos muchachos juegan al voleibol. Como en un cuadro de la última etapa de Genovés, en la foto del periódico se pueden adivinar o proponer algunos rasgos o actitudes de los personajes. Vuelvo a pensar en estas pinturas finales del pintor valenciano y reparo en que no sólo remiten a un vacío sino también a una distancia que determina al individuo y que lo posiciona con respecto al otro. Son otra suerte de vacío, espacios que en lugar de unir se vuelven idóneos para la diferencia, uno de los principios sobre los que puede emerger el bullying, según se afirma en el artículo del periódico.
Esto, a mi parecer, demuestra la persistencia de Genovés. Un artista que hizo un registro estremecedor de una etapa crucial en la historia de su país, y que luego, provisto de un lenguaje y una impronta propia, fue capaz de trasladar su mirada al devenir del ser contemporáneo. Busco de nuevo sus últimas pinturas y pienso que al ser humano no lo reduce solo la fuerza o el horror de una dictadura. Ahora hay prácticas sociales discretas que buscan demostrar otro tipo de autoridad, una supremacía, un poder que se satisface en la anomia, también en la herida y el dolor, pero que al final puede que no sean más que eso, solo una ficción, una figura diminuta que tarde o temprano también se perderá en el vacío.