A mediados de los años setenta, el artista venezolano Alejandro Otero (El Manteco, Venezuela, 1921-Caracas, 1990) emprendía un breve retorno a la obra bidimensional. Aquel inciso en el desarrollo de sus ambiciosos proyectos escultóricos corresponde a la serie de los Tablones, que pueden ser considerados como una reflexión visual del pintor que siempre fue Otero. En esas pulcras tablas alargadas se encuentra tal vez el testimonio de la búsqueda que animó el trabajo de sus esculturas: una manera diferente de mirar y encontrarnos con la naturaleza.
Luz y movimiento en los sesenta
Durante la década del sesenta, las ideas acerca de una presencia más concreta de la luz y el movimiento en la obra de arte siguieron impregnando el trabajo de un importante número de artistas con nexos de formación o práctica profesional en Europa.
Esa presencia se hizo evidente a través de algunas exhibiciones que en estos años vincularon arte, ciencia y tecnología. Entre ellas destacan “Bewogen beweging” (Stedelijk Museum, 1961), “documenta III” (Fridericianum, 1964), “The Responsive Eye” (Museum of Modern Art, Nueva York, 1965) o “Lumière et mouvement” (Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, 1967).
En la parte venezolana, Carlos Cruz-Díez y Jesús Rafael Soto despuntaron por sus aportes dentro de este contexto más internacional del arte óptico y el cinetismo, así como por su implicación en las exposiciones antes mencionadas.
Alejandro Otero: un caso aparte
A pesar de la vitalidad que animaba estas corrientes, el también venezolano Alejandro Otero se mantuvo a una cierta distancia de ese vínculo entre arte y ciencia que particularmente privilegiaba la vibración retiniana o la exploración física del color.
En la segunda mitad de esta década, su obra se enfilaba más bien hacia esculturas monumentales que en un ánimo más social que científico rendían tributo al papel que el arte y la tecnología cumplirían en la ruta hacia el progreso de su país.
La concreción de esta investigación se expresó en un grupo de obras que se distribuyeron en un espacio abierto de Caracas como parte de la celebración del 400 aniversario de la fundación de la ciudad, en 1967.

Las obras que allí expuso tenían como título Rotor, Torre acuática, Vertical vibrante oro y plata, Noria, Integral vibrante. Algunas de ellas pasaron a formar parte de colecciones públicas que, por lo menos desde su nomenclatura, señalaban la senda de desarrollo económico y social. Es el caso de la Siderúrgica del Orinoco, el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, la Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela o el Instituto Nacional de Obras Sanitarias.
Por medio de esta incursión en el espacio público, Otero también se planteaba indagar en las posibilidades de sincronizar su obra con los efectos plásticos que podían producir los fenómenos del clima y el propio devenir de la ciudad, una suerte de sintonía con el tiempo de la gente en la que venía trabajando desde principios de esta década y que influyó en gran medida en su paso de la pintura a la escultura pública.

Dispuestas a contener y expresar un momento de lo efímero, las esculturas se fueron configurando como módulos de aspas metálicas que giraban sobre su eje a una velocidad aleatoria y que por la combinación del material, el cálculo matemático del diseño y la saturación por repetición del módulo, generaban una energía iridiscente a partir del viento y la luz ambiente.
Con esta línea de trabajo, y gracias a una beca Guggenheim, Alejandro Otero llegó en 1972 al Center for Advanced Visual Studies, donde logró redimensionar el espíritu de sus esculturas hasta dotarlas, incluso, de una escala cósmica. Aquí se cuentan obras como la Maqueta para una escultura náutica para el Charles River (1972) o, más tarde, proyectos consolidados como Delta solar (1977) y Estructura solar (1977).
El origen de los Tablones
Este sería en líneas generales el contexto que antecede al origen de los Tablones de Alejandro Otero, una serie concebida en 1973 a lo largo de sesenta y cuatro bocetos pensados para ser realizados con pintura acrílica aplicada sobre tablas de fórmica de 200 x 55 centímetros.

Algunos ejemplares se presentaron como obra terminada en una exposición individual en la Galería Conkright, en Caracas, en diciembre de 1974. Existen fotografías de archivo, probablemente hechas por el propio Otero, en las que se aprecian carteles promocionales de esta exposición como fondo de las maquetas de esculturas, lo que enfatiza la íntima relación entre ambas propuestas.

Otero no llegó a desarrollar otros proyectos de la serie hasta 1987, cuando mostró diecisiete ejemplares en la Galería Óscar Ascanio, en Caracas. Este segundo grupo no fue ejecutado directamente por él sino por Pedro García Rubio, un avezado pintor de automóviles que ya había restaurado exitosamente algunos Coloritmos.
La labor de García Rubio satisfizo a tal punto al artista que no dudó en solicitar al técnico que incluyera su firma, lo que explica la inscripción “Rubio” que se observa en el reverso de los ejemplares de este grupo. “Lo cierto es que son como si los hubiera resuelto absolutamente yo mismo y él [Rubio] me hubiera cedido su ánimo para lograr la perfección que tienen”, llegó a manifestar.
Una pintura del instante: el concepto artístico de los Tablones
Una aproximación al concepto artístico de los Tablones podría partir de su consideración como el testimonio de la mirada después de penetrar el entramado metálico de las esculturas, como si se llevara al plano un instante extraído del incesante juego lumínico de las realizaciones tridimensionales.

Desde esta perspectiva, el conjunto ideado por Otero actuaría como una suerte de verificación gráfica de un objetivo que su autor aspiraba y había logrado en su obra pública: la unidad entre la consecución de una estructura capaz de insinuar su propia desaparición, la definición del espacio basado en las cualidades lumínicas del color y la inducción de una visión de la transparencia.
Formas diseñadas y formas creadas
A partir de la estrecha vinculación que los Tablones establecen con las esculturas es posible perfilar también su sentido plástico, sobre todo en términos de lo que Otero denominó en un momento la búsqueda de una forma diseñada; es decir, formas de un orden constructivo y racional surgidas del principio más evidente y real —no metafórico— de la física del entorno.
Esta afirmación lleva a una necesaria distinción con respecto a los Coloritmos, sobre cuya elaboración su autor declaró haber trabajado según el libre curso de su intuición, algo que puede equipararse a otro tipo de formas, las formas creadas —o pintadas, como también las llamó— cuya naturaleza identifica más con la inspiración subjetiva del individuo.

Esta relación entre formas creadas y formas diseñadas marca también una especie de circuito creador en la obra de Otero. En su obra de los cincuenta vemos ejemplos que anticipan o preanuncian el resultado formal de los Tablones.
Es el caso de los murales (1954) que realiza para la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, el Mástil reflejante (1959) para una estación de gasolina en Caracas, y especialmente del Tablón de Pampatar (1954).

Visto así, habría sido necesario todo un periplo intuitivo a través de estas obras y los Coloritmos para finalmente alcanzar un sentido “verdadero” de la forma, no el que dicta la subjetividad, tampoco el que pueda establecer una política de lo colectivo, sino el que responde a esa “física del entorno”, ahistórica y a la vez circunstancial, antes aludida.
Los Tablones: captar la esencia de un acontecimiento
Un atributo sustancial de los Tablones es que ese registro del destello efímero y azaroso que proponen requeriría de un “saber ver” del artista, una capacidad para escoger de “entre lo aparentemente repetible lo más característico que distingue un elemento natural de otro”.

De esta manera, Otero estaría resolviendo para el muro la condición de exterioridad que consideraba consustancial de sus esculturas, en especial en lo que concierne al diseño estructural, la repetición del módulo y la relación con los elementos naturales.
Los Tablones serían, entonces, el resultado de una disposición para captar lo esencial de un acontecimiento. Ese carácter esencial, parafraseando a Otero cuando se refería a su maestro Cézanne, tendría su origen en un saber mirar atentamente no lo perceptible sino lo imaginable.